Debido a una serie de desafortunadas circunstancias, este relato, "Profesional", de nuestro compañero Pedro de Andrés, se quedó fuera de la primera edición de “Sueños de tinta y papel”. ¡Una lástima, la verdad!
Pero como no
queremos que os quedéis sin leerlo, aquí os lo dejamos como regalo de Reyes. Disfrutadlo,
merece la pena.
Melisa eligió a un tipo de lo más normal; no descartaría ningún cliente a
esas horas de un domingo, un día de poco meneo y con la renta del cuchitril a
punto de vencer. Por cien pavos le haría lo que fuera, a fin de cuentas, no era
un sesentón baboso de gustos extravagantes. Sólo un hombre corriente.
—Hola,
guapo —dijo Melisa.
Él
giró la cabeza despacio y se demoró en una mirada que la escaneó de arriba
abajo. Tenía descaro, le gustaba eso; no parecía borracho y se adivinaba un
brillo juguetón en sus ojos pardos. Se acercó un poco más y le ajustó el nudo
de la corbata.
—Te
equivocas conmigo, preciosa. No soy lo que buscas. Jamás pago por tener sexo.
Trató
de hacer como que el comentario no había torpedeado su línea de flotación.
Fingió una sonrisa y se encogió de hombros. Quedaban pocos tíos en el bar,
tenía arreglo, si se daba prisa.
—Espera,
te invito a una copa. Es lo menos que puedo hacer por tu tiempo perdido.
—Déjalo.
No beberé contigo si no me deseas.
—Yo
no he dicho tal cosa.
—Sí,
ya… Nunca pagas por follar.
Él
asintió con una sonrisa adorable. Le estaba diciendo: lección aprendida.
—No
es nada personal. Te encuentro interesante y atractiva. En otras circunstancias
habría sido yo el seductor.
Interesante
y atractiva. Nadie le había dicho esas dos palabras, y mucho menos juntas,
desde que había dejado de intentar convertirse en actriz.
—Gracias
por ser amable. No necesito un coqueteo, gracias —mintió. No lograba apartar la
mirada de esos ojos que le tenían atrapada.
—Mira,
hemos empezado con mal pie, pero no por ello hemos de perder la noche.
Necesitaba
la pasta, joder, pero hacía tanto tiempo que no… Sería sencillo dejarse
cautivar por una noche. Él sabía a qué se dedicaba y, aun así, había empezado a
flirtear; no ocurría nunca.
—Te
propongo una cosa. Nos vamos a mi habitación con una botella de champán, lo
pasamos de miedo y si no te hago sentir como una diosa, te pagaré el doble de
tus honorarios habituales.
¿Honorarios?
Esa sí que era buena. El alquiler tenía prioridad sobre juegos y apuestas.
Bastante precaria era su vida ya. Al carajo. Se daría un homenaje. No tenía
nada que perder y, de ser un mal polvo, aún le sería posible ganar algún
dinero. Le ofreció la mano.
—Trato
hecho.
Sólo
se quitó la chaqueta y la dejó a su aire mientras encendía velas por toda la
habitación, una suite junior con una cama enorme. Cuando se sintió satisfecho,
apagó las luces y la estancia quedó sumida en una invitadora penumbra. Hizo un
gesto a Melisa para que se acercara. Tenía dos copas en la mano y ella se dejó
llevar.
—¿Quieres
que me desnude? ¿Tal vez que baile para ti? —dijo en el tiempo en que él
descorchaba la botella.
—Para
nada. Déjame la iniciativa, hoy es tu noche. Sólo para tu gozo.
Sirvió
ambas copas hasta que la espuma jugueteó con el borde del cristal de cada una
de ellas. Brindaron, aunque ella apenas mojó los labios. Su vida en hoteles y
garitos le había hecho precavida. A él no le pasó desapercibido, si bien se
limitó a sonreír y apurar su copa sin comentarios.
Melisa
abrió la boca para decir algo, él le puso un dedo en los labios. De inmediato,
como si hubiera sido una señal de inicio, se desabrochó la camisa sin
quitársela, dejando al descubierto un vientre, esbelto sin trabajo de gimnasio.
El de Melisa comenzó a hervir, había olvidado la última vez que lo había hecho
por puro placer. Él sabía moverse en el límite, mostrar sin enseñar. Después se
desabrochó el cinturón, aunque tampoco se deshizo de la prenda. Melisa se dio
cuenta de que, en un momento impreciso del que no se había percatado, él se
había quedado descalzo.
—Estoy
en desventaja… —dijo sin dejar de mirar aquellas caderas que tanto prometían.
—Eres
libre de hacer lo que te plazca, preciosa.
A
pesar de la ausencia de cortejo, le parecía dulce y solícito, dispuesto a darle
satisfacción. Decidió seguir la sugerencia al pie de la letra y se levantó para
acercarse a la distancia de un beso. Lo abrazó por la cintura, deseosa de saber
cómo encajaba con la suya. Su boca sabía a alcohol y a deseo; de súbito, anheló
sentirla entre sus muslos, se separó de él y le hizo un gesto para que no se
moviera de donde estaba. Sentada en la cama, con la habilidad que le daba la
práctica, se libró de botas y medias de rejilla. No se quitó la falda, era lo
bastante corta y no llevaba nada debajo. Se echó atrás y separó las piernas con
el secreto afán de que su pareja no le hiciera remilgos. Lo necesitaba y lo
quería ya. Él no necesitó más que una sonrisa y la indicación de un dedo para
dejar su posición de espera y arrodillarse al borde. Melisa gimió aún antes de
sentir sus labios sobre su piel, en una gozosa anticipación. Si le quedaba
alguna duda sobre su capacidad, se despejó enseguida. Su lengua se alternaba
con besos alrededor de su sexo expuesto; se tomaba su tiempo para volverla
loca. Melisa se debatía entre el deseo de un orgasmo rápido y el de dejar que
campase a sus anchas por su piel con ese juego moroso en el que andaba ahora
comprometido. Tenían toda la noche, había dicho él; resistiría el impulso de empujarle
por el cabello y guiarlo al centro de su diana.
Se
tumbó con el cuello estirado y los brazos a los lados, con los dedos
entrelazados en la sobrecama al ritmo que él marcaba: suave, más fuerte, rápido
y ahora lento. No es que hiciera tiempo que nadie la trataba así, es que no
recordaba sensaciones tan intensas en toda su vida, calambrazos de frío y
calor, latigazos de dulzura que se entretejían por los canales de sus
corrientes nerviosas. Él no había llegado aún a rozar su más íntimo misterio
cuando se dejó llevar por las sacudidas del primer orgasmo, corto e intenso,
pero sin el hartazgo que solía conllevar; esa noche, el cuerpo le pedía más, el
resarcimiento por tanto placer vendido al mejor postor. Como él se quedara
quieto, Melisa levantó por fin la cabeza para mirarlo. Lo vio allí, arrodillado
frente a ella, con una mirada entre orgullosa y sumisa.
—¿Quieres
más, preciosa?
Melisa
asintió en silencio, golosa, sabedora de que era capaz de dárselo. Eso y mucho
más.
Amaneció.
Se vistió con desgana, abandonar el paraíso debería estar penado por ley. Con
la pena máxima.
—Te
he dejado mi tarjeta en el bolso —dijo él desde la almohada.
Melisa
recogió el papel y lo guardó. Su teléfono. Para ella tenía esa mañana más valor
que todo el dinero que hubiera podido ganar. No se le ocurrió ni mencionar la
“apuesta” con la que empezó aquella hermosa locura. No sólo no le importaba no
haber hecho caja esa noche, sino que hubiera pagado por ello.
No
dijo adiós al salir. Ese número anotado en el papel era garantía de que
volvería a verlo, a gozar entre sus brazos y sentirlo en su interior como un
pistón que le infundiera vida. No lo abrió hasta llegar a recepción, justo al
darse cuenta de que, después de pasar la noche juntos, todavía no conocía su
nombre:
«Valerio. Servicio de compañía. Se acepta VISA».
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